17 de enero de 2016

EL ELOGIO, LA INTELIGENCIA Y EL ESFUERZO


Elogiar, reforzar positivamente, alabar los logros de los niños actualmente nos parece lo correcto, sobre todo en contraposición con épocas pasadas en las que la infancia no era merecedora de tanta atención. Y quizá en la mente de muchos padres, madres o profesores esté ya instalada la idea de que cuanto más, mejor. Cierto instinto, o el sentido común, nos sopla al oído que el elogio es bueno para su autoestima (¡palabra mágica!) y su seguridad futura. Además, en cuanto aparece un psicólogo, experto en infancia o pedagogo en los medios, es raro que las palabras “refuerzo”, “motivación” o “puntos positivos” no salgan de su boca.

Pero si nos detenemos un segundo a reflexionar sobre ello, hay unos matices que a primera vista se nos pueden escapar. ¿Son todos los elogios válidos? ¿Son todos necesarios, y a todas horas, o de cualquier forma? Quizá el recompensar el esfuerzo antes que el logro, la voluntad frente al resultado, sea más eficaz a largo plazo. Valorar el trabajo ante un problema de Matemáticas o ante una actividad compleja de Ciencias puede ser más enriquecedor que reducirlo todo a un piropo al finalizar la tarea.

Ese valor, el valor del esfuerzo -desdibujado en una sociedad que busca la inmediatez, el fin sin importar mucho los medios- es una herramienta muy útil no ya para la vida académica sino para la vida en general. Pensemos, por ejemplo, en la insistencia, casi cabezonería, que se ve en los más pequeños (de uno o dos años): a la hora de aprender a andar, a manipular, a usar ciertos juguetes, su aprendizaje es un continuo ensayo/error sin tiempo para rendirse. Caerse mil veces y levantarse otras tantas sin pestañear. Cientos de intentos antes de chutar correctamente una pelota. ¿Alguien ha aprendido a montar en bicicleta a la primera y sin un solo golpe? No, todos hemos necesitado unas cuantas caídas antes de controlar correctamente el manillar.


Pero con el tiempo, esa fuerza de voluntad parece debilitarse: hay niños/as de nueve o diez años que prácticamente ya han tirado la toalla en alguna asignatura o disciplina, ya sea deportiva o artística. Ante las primeras dificultades se crea la noción de “no se me da bien”, y muchas veces los pequeños encuentran refuerzo en su entorno: “a mí tampoco se me daban bien de pequeña”, “tu padre también era un negado, no te preocupes…”

Esa aceptación de que no soy bueno en X y creer que ya no se puede mejorar (¡con nueve años!) es la idea a desterrar. Salir de la imagen mental de que no se tiene habilidad ninguna para el dibujo, o para el idioma, o las matemáticas, o el fútbol y, sobre todo, de que es imposible avanzar. ¿Cómo no va a ser posible desarrollar nuevas (o mejores) habilidades con nueve o diez años? Sí, es posible, y el empujón necesario se llama esfuerzo y fuerza de voluntad, no inteligencia.

Este cambio de mentalidad, digamos que el paso de una mente abierta, voluntariosa, que se da en las primeras etapas de la vida, a la idea cerrada que niega cualquier evolución en edades posteriores viene muchas veces reforzada, como hemos dicho, por el entorno: padres, madres, familiares y maestros tendemos a poner en un pedestal la inteligencia y los talentos digamos naturales o innatos. Le damos a la inteligencia el valor y el peso de un bloque de hormigón, estático e inamovible. Fomentamos la competitividad y ensalzamos el resultado frente al proceso. Nos saltamos muchas veces el reconocimiento a los pequeños logros diarios, al avance paulatino porque es mucho menos llamativo.


El elogio incesante, usado para reforzar una conducta adecuada, puede resultar contraproducente si se centra precisamente en la inteligencia o, en términos coloquiales, en lo listo que es. Si ante la resolución de una cuenta de multiplicar le decimos a Susanita “¡qué lista eres!”, “¡eres muy inteligente!”, esa bienintencionada alabanza a la larga puede acabar creando cierto temor a que el error lleve a no ser tan lista. El día que me equivoque dejaré de serlo. Subyace la idea de que los demás me aprecian por lo que soy (lista), no por lo que hago (esfuerzo). Por lógica pura, acabaremos evitando las tareas en las que los aciertos no estén garantizados a la primera de cambio, no vayan a pensar que soy tonto. Y dedicándonos sólo a lo que nos sale bien, a lo que no implica ningún riesgo, las estrategias de aprendizaje mueren de inanición. El horizonte de nuestras habilidades se estrecha drásticamente.


De hecho, el elogio en ocasiones está tan instaurado que algunos niños/as viven en él de forma continua desde muy pequeños, como una especie de exorcismo frente a estilos educativos anteriores que escatimaban todo. De regatear hasta las más mínimas muestras de cariño o reconocimiento se ha pasado, en contados casos, a aplaudir absolutamente todo lo que hacen los pequeños. Sin embargo, a nadie se le escapa que estar escuchando a todas horas y por cualquier causa halagos exagerados consigue que éstos, cuando menos, pierdan su eficacia e interés.

En el ejemplo de la niña que resuelve bien la multiplicación o el problema matemático, el maestro o progenitor debería pedirle que le explique cómo lo ha conseguido y centrarse en reconocer el mérito del proceso, o intentar que lo aplique en otras cuentas, incluso si el resultado no es el correcto. Crear una resistencia a la frustración, valorar el esfuerzo aunque no se logren aciertos es una herramienta mucho más útil en la vida, a largo plazo, que  pensar que uno es listísimo o que hay que fingir serlo. Porque ensalzar la inteligencia por delante del trabajo suele dejar una víctima por el camino: la motivación. Si la inteligencia es una especie de don inalterable que nace con uno, ¿para qué me voy a molestar en esforzarme?


“He fallado más de 9000 tiros a canasta. He perdido unos trescientos partidos. 26 veces esperaban de mí que encestara en el último minuto para ganar y no fue así. He fracasado una y otra vez en mi vida, y por eso he tenido éxito”. Michael Jordan.  

·    En lugar de “qué listo/a eres”, “qué bueno/a eres”, que suena absolutamente genérico, es preferible concretar las alabanzas y dotarlas de cierta personalización: “me gusta cómo has hecho este problema”, “me encanta verte jugar al baloncesto con tantas ganas”, “los deberes eran largos y me alegra ver que has estado muy concentrado y los has acabado”.

     Ante posibles dificultades, proponer vías de salida: “si dedicas media hora todos los días a estudiar ciencias, en cuatro días puedes tener preparado el examen. Yo puedo preguntarte/ayudarte también”.

·   Evitar las comparaciones con otros niños y la alabanza continua de la inteligencia. Recibir halagos de ese tipo es posible que cree temor ante el fracaso; ser muy listo es una etiqueta que nadie quiere perder. Es preferible elogiar sus estrategias (“Ya veo que has encontrado la manera de hacerlo”), el trabajo concreto (“esa lámina de dibujo te ha quedado muy bien por los colores que has usado”) y, sobre todo, el esfuerzo (“se nota que has estado estudiando/entrenando/practicando mucho”).


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