31 de enero de 2016

EL GRAN PELIGRO DE LA SOBREPROTECCIÓN


La sobreprotección se suele definir como “cuidar en exceso”. Se mantiene el instinto de resguardo de los primeros meses de vida, y no se acepta que las criaturas van creciendo y tienen que aprender a resolver sus necesidades.

El término “sobreprotección” es engañador, ya que muchos papás están convencidos de que impidiendo a sus pequeños frustraciones, penas, enfermedades o problemas, se les está cuidando mejor.

Los padres sobreprotectores son aquellos que se sienten totalmente responsables de lo que le pueda ocurrir a su hijo/a. Están constantemente pendientes de sus movimientos. 

Cuando el niño es todavía un bebé, está totalmente pendiente de si el niño tiene hambre o sed o sueño o… y procura anticiparse a las necesidades que percibe o cree que tiene su hijo. Cuando el niño está probando sus primeros pasos, va continuamente agarrándole, avisándole de todos los peligros de forma incluso alarmista, y constante, retrasando muchas veces que el niño siga probando y reforzando el aprendizaje cómo se dan esos primeros pasitos. 

Cuando el niño empieza a ir a la escuela, están continuamente avisándoles de todos los posibles peligros existentes y de más, les acompañan a todo lo que pueden, son ellos los que resuelven los problemas de sus hijos (ej. si el niño ha tenido un problema con otro compañero, es la madre/padre quien le resuelve el problema, sin dejar que el niño se enfrente a las consecuencias de sus actos, o sin facilitarle que desde pequeño empiece a resolver sus propios problemas). 

Y cuando los hijos llegan a la adolescencia, continúan intentando controlar todos sus comportamientos, sus entradas y salidas, que hacen y qué no hacen,… limitando a veces tantísimo su libertad que estos chavales se pueden considerar totalmente diferentes a sus amigos. Pueden imponerles una hora demasiado temprana, para evitar el peligro de la noche; pueden impedirles que vayan a excursiones; pueden prohibirles que salgan a un sitio donde van todos sus amigos, y que está probado que es bastante seguro; y, lo que es peor, pueden inculcarles a sus hijos esa excesiva prudencia que, muchas veces, les lleva a tener muchos prejuicios y les lleva también a no disfrutar muchas cosas de la vida por haber desarrollado también ese miedo, etc.


Características de los progenitores que custodian exageradamente a sus retoños:

Sienten que deben controlar las amistades de sus hijos y les prohíben que se junten con niños que no les gusten.

Ponen límites rígidos hacia afuera, pero tienen dificultades para establecerlos dentro de la familia. El padre y la madre gradualmente se vencen ante los hijos, ya que no mantienen la firmeza necesaria para establecer reglas. Como no hacen uso de su autoridad positiva, la van perdiendo, al final el niño se toma el poder y se convierte en el “rey de la casa”.

Sólo se sienten tranquilos cuando sus hijos están bajo su mirada.

Les preocupan situaciones como: que no pasen hambre, sed, que no se caigan, que no tengan conflictos con sus compañeros etc. Es decir, hacen lo imposible para que no vivan malas experiencias.

Se sienten más ansiosos que sus pequeños cuando algo anda mal.

Los hostigan dándoles instrucciones constantemente. Hay una necesidad de controlar al menor en todo momento.

Limitan la exploración del mundo por parte de sus hijos, por miedo a que se hagan daño con algo de su entorno.

Descartan actividades que tengan una posibilidad remota y mínima de terminar en accidente. Llegan al extremo de pensar que sus niños no pueden cruzar una calle sin que los atropellen o que no puedan salir sin ellos sin que les pase algo.

Algunas posibles consecuencias de la sobreprotección son las siguientes:

- Bajo concepto de sí mismo/a. Durante años este niño/a no ha podido poner a prueba su competencia personal, sus habilidades. A este chico/a le falta la valoración positiva externa de sus comportamientos y decisiones; pero también le falta la autovaloración sobre estos comportamientos y decisiones, aspecto fundamental para poder desarrollar un autoconcepto y una autoestima sana.

- Retrasos o dificultades en el aprendizaje y puesta en práctica de habilidades sociales. Muchas veces estos chavales tienen dificultades para entablar o mantener relaciones. A veces son niños muy tímidos, que les cuesta iniciar conversaciones, que les cuesta integrarse en grupos, que en seguida que algo no sale como les gustaría se sienten mal y prefieren retirarse. La consecuencia es el no aprendizaje de habilidades de solución de problemas, algo necesario para las relaciones personales. Tienen la sensación de no tener apenas buenos amigos, se pueden llevar muchas decepciones con los amigos, y no saben exactamente por qué. Muchas veces piensan que hay algo malo en ellos. Y eso les lleva a pensar más en negativo de sí mismos, es decir, a disminuir aún más su dañada autoestima.

- Dificultad para tomar decisiones por sí mismo/a. Estos chicos/as se convierten en personas muy dubitativas a la hora de tomar decisiones. Algunas decisiones que pueden ser triviales para otras personas para ellos pueden llegar a ser muy angustiosas. Se sienten inseguros sobre si van a tomar o no la decisión correcta. Se sienten inseguros sobre las repercusiones que podrá tener una determinada decisión. 

- Búsqueda de seguridad en otros. Como han aprendido a que otros les resuelvan los problemas, y muestran muchas dificultades para tomar decisiones y pasar a la acción, tienden a apoyarse en los demás, para que tomen decisiones por ellos. Pueden mantener relaciones con personas que no le están aportando nada, o que incluso son relaciones dañinas, porque tienen la sensación de que les solucionan muchas cosas, se sienten protegidos con esa persona. Cuando llegan a la vida adulta y buscan pareja, pueden caer fácilmente en relaciones donde predomine la dependencia emocional, ya que necesitan que alguien les guíe y les apoye. Esto les lleva a no buscar su felicidad, sino sólo esa supuesta seguridad que le aporta la otra persona. 

- “Tiran pronto la toalla”, tienen una tendencia al pensamiento negativo. Son personas que suelen darse pronto por vencidas. Ante una dificultad que no saben como enfrentar, prefieren no enfrentarse, dejarla pasar de largo, evitarla, que ponerse manos a la obra y ver posibles soluciones. Se sienten incapaces de hacer algo y, a la vez, tienen miedo a equivocarse, por lo que muchas veces ni siquiera lo intentan, y así evitan fallar. Su pensamiento es negativo respecto a las propias capacidades de solucionar esos problemas. Volvemos de nuevo a alimentar esa autoestima negativa.

- Relaciones difíciles con los padres. Según van creciendo, pueden haber desarrollado mucha rabia contra los padres, porque van viendo sus dificultades a la hora de enfrentarse a problemas, y pueden echarles la culpa a ellos. Además, los padres pueden haber cortado mucho la libertad de esta persona en su desarrollo, haciendo que dejara de hacer cosas porque podía ser peligroso, quizá cosas habituales en otros chavales de su edad. Debido a ello, las discusiones con los padres pueden ser frecuentes, la culpabilización hacia ellos puede ser la norma general. Esta culpabilización a su vez lo que está haciendo es que al culpar a otros de los propios problemas, no le está permitiendo a la persona fijarse en lo que puede hacer para sí misma, para mejorar.



En muchos casos, las personas que han tenido en su infancia/adolescencia esta sobreprotección paterna/materna son personas que sufren mucho porque se sienten inseguros y desprotegidos en su vida. Y en la vida adulta no saben cómo encauzar su vida. A lo largo de los años no han aprendido cómo solucionar sus problemas, y tienen que aprenderlo de mayores, añadiendo además que ya han pasado una serie de experiencias negativas de las que mayormente se han culpado a sí mismos, a algo que está mal en ellos.

Es curioso comprobar que cada vez existen más familias que eligen este estilo educativo. Se tiene menos tiempo pero, en cambio, cada vez se protege más a los niños ¿será que queremos suplir nuestra falta de tiempo? ¿Existe cierto grado de culpabilidad? ¿O esa falta de tiempo nos hace más inseguros y como consecuencia más sobreprotectores?

En otras ocasiones, la sobreprotección es resultado de una enfermedad. A los niños con ciertas necesidades médicas se les ve más indefensos y a su vez requieren de mayor atención, pero no para todo, aunque los padres así lo crean.

Otros muchos, no han tenido la suerte de tener el cariño que necesitaban y quieren evitar que sus hijos pasen por ello. O por el contrario, han sido educados en ese estilo de sobreprotección y al ser lo que conocen es lo que transmiten.

La mayoría de estas familias no son conscientes de estar llevando este estilo educativo. Piensan que están haciéndolo lo mejor posible y, efectivamente, se esfuerzan al máximo porque sus hijos sean felices.

Comprueba si eres capaz de mantener un equilibrio adecuado entre la protección y la permisividad, o eres demasiado sobreprotector con tus hijos.

Contesta a las preguntas de este test.

1. ¿Quién es la persona encargada de dar el “visto bueno” a las tareas o decisiones de tu hijo?
a. Él mismo y, si necesita mi ayuda, puede contar con ella.
b. Yo.
c. Él mismo en colaboración conmigo.

2. ¿Cuándo alguien pregunta a mi hijo…?
a. Contesto yo por él para que todo quede bien claro.
b. Contesta él mismo.
c. Contesta él mismo, pero yo lo aclaro.

3. Cuando algún otro niño molesta a mi hijo en el parque, escuela, etcétera
a. Puede contar con mi apoyo, pero debe defenderse él mismo.
b. Le digo lo que tiene que decir, y a veces intervengo o pongo mala cara.
c. Intervengo directamente para defenderlo.

4. ¿Quién se encarga de los cuidados personales de tu hijo (bañarse, comer, peinarse, recoger su ropa…)?
a. Él y, si no ha adquirido todavía la habilidad, le ayudo para enseñarle.
b. Yo; él no sabe.
c. Muchas veces yo.

5. Siento que la responsabilidad de todo lo que acontece a mi hijo
a. Es mía (especialmente si es pequeño), y de él (especialmente si es mayor).
b. Es solo mía.
c. Es en gran parte mía.

6. En lo que respecta a las tareas escolares de mi hijo
a. Las hace él.
b. Me tengo que poner yo para que las haga.
c. Muchas veces se las hago yo directamente, porque no las hace como yo quiero.

7. Cuando mi hijo me pide salir con amigos de su edad
a. No le dejo si no les conozco, o hablo con sus padres antes.
b. Le dejo, pero preocupado porque prefiero verlos antes.
c. Le dejo si no hay problema para ello.

8. Cuando trato de proteger a mi hijo
a. Le digo que cuente con mi ayuda si la necesita.
b. Le digo que preste atención por si las cosas van mal.
c. Le cuento todo lo malo que puede ocurrirle si no me hace caso.

9. De cara a los demás, si mi hijo comete un error…
a. Lo cuento si no me queda más remedio.
b. Si surge lo cuento; debe asumirlo.
c. Lo oculto, o lo niego si se dan cuenta.

10. Cuando otro adulto corrige a mi hijo
a. Me molesta porque su madre/padre soy yo.
b. No me gusta mucho que lo hagan, pues no le conocen bien.
c. Si se ha confundido, está bien hecho.

11. ¿Con qué frecuencia crees que tomas decisiones por tu hijo que él mismo podría haber decidido por sí mismo?
a. Pocas veces.
b. Prácticamente a diario.
c. En varias ocasiones.

12. ¿Con qué frecuencia le dices a tu hijo eso de “tú aún eres pequeño/joven… hazme caso a mí”?
a. Bastantes veces.
b. Nunca.
c. Alguna vez

Claves y resultados del test de sobreprotección de los hijos

Suma todas las puntuaciones obtenidas en el test anterior de sobreprotección paterna, y consulta la interpretación asociada a tu resultado:

1. a= 0 b=2 c=1
2. a= 2 b=0 c=1
3. a= 0 b=1 c=2
4. a= 0 b=2 c=1
5. a= 0 b=2 c=1
6. a= 0 b=1 c=2
7. a= 2 b=1 c=0
8. a= 0 b=1 c=2
9. a= 1 b=0 c=2
10. a= 2 b=1 c=0
11. a= 0 b=2 c=1
12. a= 2 b=0 c=1

Claves y resultados del test de sobreprotección de los hijos


0-8 puntos (Permisivo)
Eres bastante flexible en la educación de tu hijo, así como a la hora de darle autonomía. Esto está bien, pues le ayudarás a crecer y a confiar en sí mismo, pero no te alejes demasiado para que no corra riesgos ni se sienta solo.

8-16 puntos (Algo sobreprotector)


Tienes bien nivelado tu grado de sobreprotección y permisividad en la educación de tu hijo aunque, cuanto más altas sean tus puntuaciones dentro de este intervalo, más destacas por lo segundo. Intenta no agobiarle con tus propios agobios, ni transmitirle tus miedos.

16-24 puntos (Muy sobreprotector)

Te sientes completamente responsable, no solo de la educación, sino también de la vida de tu hijo. Debo decirte que no puedes controlarlo todo, y habrá peligros y problemas quieras o no. Controla primero tus miedos y conflictos para no transmitírselos a tu hijo.


Bibliografía:

www.almabelpsicologia.com

María Campo – Directora de Escuelas Infantiles Kimba - Vitoria.

Francisca Carrasco: Psicóloga, Diplomada en Terapia Gestalt Infantojuvenil

www.webconsultas.com

17 de enero de 2016

EL ELOGIO, LA INTELIGENCIA Y EL ESFUERZO


Elogiar, reforzar positivamente, alabar los logros de los niños actualmente nos parece lo correcto, sobre todo en contraposición con épocas pasadas en las que la infancia no era merecedora de tanta atención. Y quizá en la mente de muchos padres, madres o profesores esté ya instalada la idea de que cuanto más, mejor. Cierto instinto, o el sentido común, nos sopla al oído que el elogio es bueno para su autoestima (¡palabra mágica!) y su seguridad futura. Además, en cuanto aparece un psicólogo, experto en infancia o pedagogo en los medios, es raro que las palabras “refuerzo”, “motivación” o “puntos positivos” no salgan de su boca.

Pero si nos detenemos un segundo a reflexionar sobre ello, hay unos matices que a primera vista se nos pueden escapar. ¿Son todos los elogios válidos? ¿Son todos necesarios, y a todas horas, o de cualquier forma? Quizá el recompensar el esfuerzo antes que el logro, la voluntad frente al resultado, sea más eficaz a largo plazo. Valorar el trabajo ante un problema de Matemáticas o ante una actividad compleja de Ciencias puede ser más enriquecedor que reducirlo todo a un piropo al finalizar la tarea.

Ese valor, el valor del esfuerzo -desdibujado en una sociedad que busca la inmediatez, el fin sin importar mucho los medios- es una herramienta muy útil no ya para la vida académica sino para la vida en general. Pensemos, por ejemplo, en la insistencia, casi cabezonería, que se ve en los más pequeños (de uno o dos años): a la hora de aprender a andar, a manipular, a usar ciertos juguetes, su aprendizaje es un continuo ensayo/error sin tiempo para rendirse. Caerse mil veces y levantarse otras tantas sin pestañear. Cientos de intentos antes de chutar correctamente una pelota. ¿Alguien ha aprendido a montar en bicicleta a la primera y sin un solo golpe? No, todos hemos necesitado unas cuantas caídas antes de controlar correctamente el manillar.


Pero con el tiempo, esa fuerza de voluntad parece debilitarse: hay niños/as de nueve o diez años que prácticamente ya han tirado la toalla en alguna asignatura o disciplina, ya sea deportiva o artística. Ante las primeras dificultades se crea la noción de “no se me da bien”, y muchas veces los pequeños encuentran refuerzo en su entorno: “a mí tampoco se me daban bien de pequeña”, “tu padre también era un negado, no te preocupes…”

Esa aceptación de que no soy bueno en X y creer que ya no se puede mejorar (¡con nueve años!) es la idea a desterrar. Salir de la imagen mental de que no se tiene habilidad ninguna para el dibujo, o para el idioma, o las matemáticas, o el fútbol y, sobre todo, de que es imposible avanzar. ¿Cómo no va a ser posible desarrollar nuevas (o mejores) habilidades con nueve o diez años? Sí, es posible, y el empujón necesario se llama esfuerzo y fuerza de voluntad, no inteligencia.

Este cambio de mentalidad, digamos que el paso de una mente abierta, voluntariosa, que se da en las primeras etapas de la vida, a la idea cerrada que niega cualquier evolución en edades posteriores viene muchas veces reforzada, como hemos dicho, por el entorno: padres, madres, familiares y maestros tendemos a poner en un pedestal la inteligencia y los talentos digamos naturales o innatos. Le damos a la inteligencia el valor y el peso de un bloque de hormigón, estático e inamovible. Fomentamos la competitividad y ensalzamos el resultado frente al proceso. Nos saltamos muchas veces el reconocimiento a los pequeños logros diarios, al avance paulatino porque es mucho menos llamativo.


El elogio incesante, usado para reforzar una conducta adecuada, puede resultar contraproducente si se centra precisamente en la inteligencia o, en términos coloquiales, en lo listo que es. Si ante la resolución de una cuenta de multiplicar le decimos a Susanita “¡qué lista eres!”, “¡eres muy inteligente!”, esa bienintencionada alabanza a la larga puede acabar creando cierto temor a que el error lleve a no ser tan lista. El día que me equivoque dejaré de serlo. Subyace la idea de que los demás me aprecian por lo que soy (lista), no por lo que hago (esfuerzo). Por lógica pura, acabaremos evitando las tareas en las que los aciertos no estén garantizados a la primera de cambio, no vayan a pensar que soy tonto. Y dedicándonos sólo a lo que nos sale bien, a lo que no implica ningún riesgo, las estrategias de aprendizaje mueren de inanición. El horizonte de nuestras habilidades se estrecha drásticamente.


De hecho, el elogio en ocasiones está tan instaurado que algunos niños/as viven en él de forma continua desde muy pequeños, como una especie de exorcismo frente a estilos educativos anteriores que escatimaban todo. De regatear hasta las más mínimas muestras de cariño o reconocimiento se ha pasado, en contados casos, a aplaudir absolutamente todo lo que hacen los pequeños. Sin embargo, a nadie se le escapa que estar escuchando a todas horas y por cualquier causa halagos exagerados consigue que éstos, cuando menos, pierdan su eficacia e interés.

En el ejemplo de la niña que resuelve bien la multiplicación o el problema matemático, el maestro o progenitor debería pedirle que le explique cómo lo ha conseguido y centrarse en reconocer el mérito del proceso, o intentar que lo aplique en otras cuentas, incluso si el resultado no es el correcto. Crear una resistencia a la frustración, valorar el esfuerzo aunque no se logren aciertos es una herramienta mucho más útil en la vida, a largo plazo, que  pensar que uno es listísimo o que hay que fingir serlo. Porque ensalzar la inteligencia por delante del trabajo suele dejar una víctima por el camino: la motivación. Si la inteligencia es una especie de don inalterable que nace con uno, ¿para qué me voy a molestar en esforzarme?


“He fallado más de 9000 tiros a canasta. He perdido unos trescientos partidos. 26 veces esperaban de mí que encestara en el último minuto para ganar y no fue así. He fracasado una y otra vez en mi vida, y por eso he tenido éxito”. Michael Jordan.  

·    En lugar de “qué listo/a eres”, “qué bueno/a eres”, que suena absolutamente genérico, es preferible concretar las alabanzas y dotarlas de cierta personalización: “me gusta cómo has hecho este problema”, “me encanta verte jugar al baloncesto con tantas ganas”, “los deberes eran largos y me alegra ver que has estado muy concentrado y los has acabado”.

     Ante posibles dificultades, proponer vías de salida: “si dedicas media hora todos los días a estudiar ciencias, en cuatro días puedes tener preparado el examen. Yo puedo preguntarte/ayudarte también”.

·   Evitar las comparaciones con otros niños y la alabanza continua de la inteligencia. Recibir halagos de ese tipo es posible que cree temor ante el fracaso; ser muy listo es una etiqueta que nadie quiere perder. Es preferible elogiar sus estrategias (“Ya veo que has encontrado la manera de hacerlo”), el trabajo concreto (“esa lámina de dibujo te ha quedado muy bien por los colores que has usado”) y, sobre todo, el esfuerzo (“se nota que has estado estudiando/entrenando/practicando mucho”).