Elogiar, reforzar positivamente, alabar los logros de
los niños actualmente nos parece lo correcto, sobre todo en contraposición con
épocas pasadas en las que la infancia no era merecedora de tanta atención. Y
quizá en la mente de muchos padres, madres o profesores esté ya instalada la
idea de que cuanto más, mejor. Cierto
instinto, o el sentido común, nos sopla al oído que el elogio es bueno para su
autoestima (¡palabra mágica!) y su seguridad futura. Además, en cuanto aparece
un psicólogo, experto en infancia o pedagogo en los medios, es raro que las
palabras “refuerzo”, “motivación” o “puntos positivos” no salgan de su boca.
Pero si nos detenemos un segundo a reflexionar sobre
ello, hay unos matices que a primera vista se nos pueden escapar. ¿Son todos
los elogios válidos? ¿Son todos necesarios, y a todas horas, o de cualquier
forma? Quizá el recompensar el esfuerzo antes que el logro, la voluntad frente
al resultado, sea más eficaz a largo plazo. Valorar el trabajo ante un problema
de Matemáticas o ante una actividad compleja de Ciencias puede ser más
enriquecedor que reducirlo todo a un piropo al finalizar la tarea.
Ese valor, el valor del esfuerzo -desdibujado en una
sociedad que busca la inmediatez, el fin sin importar mucho los medios- es una
herramienta muy útil no ya para la vida académica sino para la vida en general.
Pensemos, por ejemplo, en la insistencia, casi cabezonería, que se ve en los
más pequeños (de uno o dos años): a la hora de aprender a andar, a manipular, a
usar ciertos juguetes, su aprendizaje es un continuo ensayo/error sin tiempo
para rendirse. Caerse mil veces y levantarse otras tantas sin pestañear.
Cientos de intentos antes de chutar correctamente una pelota. ¿Alguien ha
aprendido a montar en bicicleta a la primera y sin un solo golpe? No, todos
hemos necesitado unas cuantas caídas antes de controlar correctamente el manillar.
Pero con el tiempo, esa fuerza de voluntad parece
debilitarse: hay niños/as de nueve o diez años que prácticamente ya han tirado
la toalla en alguna asignatura o disciplina, ya sea deportiva o artística. Ante
las primeras dificultades se crea la noción de “no se me da bien”, y muchas
veces los pequeños encuentran refuerzo en su entorno: “a mí tampoco se me daban
bien de pequeña”, “tu padre también era un negado, no te preocupes…”
Esa aceptación de que no soy bueno en X y creer que ya no se puede mejorar (¡con nueve
años!) es la idea a desterrar. Salir de la imagen mental de que no se tiene
habilidad ninguna para el dibujo, o para el idioma, o las matemáticas, o el
fútbol y, sobre todo, de que es imposible avanzar. ¿Cómo no va a ser posible
desarrollar nuevas (o mejores) habilidades con nueve o diez años? Sí, es
posible, y el empujón necesario se llama esfuerzo
y fuerza de voluntad, no inteligencia.
Este cambio de mentalidad, digamos que el paso de una
mente abierta, voluntariosa, que se da en las primeras etapas de la vida, a la
idea cerrada que niega cualquier evolución en edades posteriores viene muchas
veces reforzada, como hemos dicho, por el entorno: padres, madres, familiares y
maestros tendemos a poner en un pedestal la inteligencia y los talentos digamos
naturales o innatos. Le damos a la inteligencia el valor y el peso de un bloque
de hormigón, estático e inamovible. Fomentamos la competitividad y ensalzamos
el resultado frente al proceso. Nos saltamos muchas veces el reconocimiento a
los pequeños logros diarios, al avance paulatino porque es mucho menos
llamativo.
El elogio incesante, usado para reforzar una conducta
adecuada, puede resultar contraproducente si se centra precisamente en la inteligencia o, en términos
coloquiales, en lo listo que es. Si ante
la resolución de una cuenta de multiplicar le decimos a Susanita “¡qué lista
eres!”, “¡eres muy inteligente!”, esa bienintencionada alabanza a la larga
puede acabar creando cierto temor a que el error lleve a no ser tan lista. El día que me equivoque dejaré de serlo.
Subyace la idea de que los demás me aprecian por lo que soy (lista), no por lo que hago (esfuerzo). Por lógica pura, acabaremos
evitando las tareas en las que los aciertos no estén garantizados a la primera
de cambio, no vayan a pensar que soy tonto. Y dedicándonos sólo a lo que nos
sale bien, a lo que no implica ningún riesgo, las estrategias de aprendizaje
mueren de inanición. El horizonte de nuestras habilidades se estrecha
drásticamente.
De hecho, el elogio en ocasiones está tan instaurado
que algunos niños/as viven en él de forma continua desde muy pequeños, como una
especie de exorcismo frente a estilos educativos anteriores que escatimaban
todo. De regatear hasta las más mínimas muestras de cariño o reconocimiento se
ha pasado, en contados casos, a aplaudir absolutamente todo lo que hacen los
pequeños. Sin embargo, a nadie se le escapa que estar escuchando a todas horas y
por cualquier causa halagos exagerados consigue que éstos, cuando menos,
pierdan su eficacia e interés.
En el ejemplo de la niña que resuelve bien la
multiplicación o el problema matemático, el maestro o progenitor debería
pedirle que le explique cómo lo ha conseguido y centrarse en reconocer el
mérito del proceso, o intentar que lo aplique en otras cuentas, incluso si el
resultado no es el correcto. Crear una resistencia a la frustración, valorar el
esfuerzo aunque no se logren aciertos es una herramienta mucho más útil en la
vida, a largo plazo, que pensar que uno
es listísimo o que hay que fingir serlo. Porque ensalzar la inteligencia por
delante del trabajo suele dejar una víctima por el camino: la motivación. Si la
inteligencia es una especie de don inalterable que nace con uno, ¿para qué me
voy a molestar en esforzarme?
“He
fallado más de 9000 tiros a canasta. He perdido unos trescientos partidos. 26
veces esperaban de mí que encestara en el último minuto para ganar y no fue
así. He fracasado una y otra vez en mi vida, y por eso he tenido éxito”.
Michael Jordan.
· En lugar de “qué listo/a eres”, “qué
bueno/a eres”, que suena absolutamente genérico, es preferible concretar las
alabanzas y dotarlas de cierta personalización: “me gusta cómo has hecho este
problema”, “me encanta verte jugar al baloncesto con tantas ganas”, “los
deberes eran largos y me alegra ver que has estado muy concentrado y los has
acabado”.
Ante posibles dificultades, proponer vías
de salida: “si dedicas media hora todos los días a estudiar ciencias, en cuatro
días puedes tener preparado el examen. Yo puedo preguntarte/ayudarte también”.
· Evitar las comparaciones con otros niños y
la alabanza continua de la inteligencia. Recibir halagos de ese tipo es posible
que cree temor ante el fracaso; ser muy
listo es una etiqueta que nadie quiere perder. Es preferible elogiar sus
estrategias (“Ya veo que has encontrado la manera de hacerlo”), el trabajo
concreto (“esa lámina de dibujo te ha quedado muy bien por los colores que has
usado”) y, sobre todo, el esfuerzo (“se nota que has estado estudiando/entrenando/practicando
mucho”).
No hay comentarios:
Publicar un comentario